En Colombia no solo cultivamos café… lo vivimos. Está en nuestras montañas, en nuestras manos, en nuestras mañanas, y en el alma de quienes crecimos sabiendo que una buena taza puede arreglar casi cualquier cosa.
La historia del café en este país es larga y sabrosa. Empezó a sembrarse por allá en el siglo XVIII, pero fue en el XIX cuando empezó a echar raíces profundas en nuestra tierra y en nuestra cultura. Hoy somos uno de los mayores productores del mundo, pero más allá de los números, lo que realmente nos define es el amor que le ponemos al proceso.
Porque acá no es solo cosechar y ya. Acá el café se cultiva con paciencia, entre cerros, en fincas pequeñas, con manos que saben cuándo cortar el grano perfecto. Cada caficultor colombiano es un artista que conoce su tierra como se conoce a un viejo amigo.
Y no es casualidad que el café haya calado tan hondo en nuestra identidad. Es que el café está en la casa de la abuela, en la charla con los vecinos, en las madrugadas de trabajo, en las pausas para pensar, en la espera paciente, en el saludo que se da con una taza caliente entre las manos.
En Cali, por ejemplo, el café tiene su propia cadencia. Se mezcla con la brisa del Valle, con la música que suena en cada esquina, con los colores vivos de una ciudad que no se cansa de moverse. Aquí, como en todo Colombia, el café no es moda ni tendencia: es memoria, es arraigo, es presente.
En Tarantella Coffee rendimos homenaje a esa historia, a ese legado, a ese sabor que nos une. Cada taza que servimos es una muestra del respeto que sentimos por nuestra tierra, nuestros caficultores y nuestra cultura. Es nuestra forma de honrar lo que somos, con aroma profundo y sabor que no se olvida.
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